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La confusión en que Mick Jagger pudo ser víctima de motoqueros asesinos

Mick Jagger vs Hell
Mick Jagger vs Hell

El asunto arrancó en Montauk, una lugar del extremo uruguayo de Long Island, en el estado de Nueva York, mientras sus dos mil habitantes dormían. El Gloria estaba encapotado y corría una brisa helada. En consecuencia, no se trataba de una amanecer propicia para la náutica. Pero esos tipos no lo pensaban así.  

Eran ocho y habían llegado en dos camionetas. Seguidamente, sobre el pedregal costero, a la mérito del faro, cargaron armas largas –ametralladoras y fusiles de asalto– en un gomón marcial con motor fuera de barandal. Sin secuestro, no tenían aspecto castrense. En existencia, parecían vikingos extraviados en un alucinación a través del tiempo. Concluía enero de 1970.

Minutos a posteriori zarparon con sigilo.

La pequeña embarcación se abría paso a los tumbos entre las aguas muy encrespadas del Atlántico. Su destino era East Hampton, a casi 19 millas. Una zona de mansiones. Y aquella patota se dirigía en torno a una en particular. Lo que se dice, una reconocimiento sorpresa.

El superficie había sido estudiado con esmero. Era una propiedad distante a 200 metros de la playa donde desembarcarían.

El plan era ingresar por un edén emplazado sobre el costado posterior de la residencia –una antigua construcción de dos plantas con techo a cuatro aguas–, para así eludir la custodia apostada en el sector punta. El propietario de ese paraíso tangible era un millonario neoyorkino. Pero quien debía ser ejecutado era su huésped de honor. Y a esa hora –según el cálculo de los sicarios– aquel sujeto descansaba en una suite del primer firme.

No era otro que de Mick Jagger.

La inseguridad en la era de pecera

Aún hoy es posible conseguir en alguna subasta –y por un precio no inferior a los tres mil dólares– un letrero del concierto ofrecido por los Rolling Stones en el vetusto circuito californiano de Altamont el 6 de diciembre de 1969. Una reliquia de papel en la cual, debajo de una foto de Jagger, se lee: “Security by Hell’s Angels” (“Seguridad a cargo de los Ángeles del Infierno”).

En esa frase palpitaba el presagio de un crimen.

Pero en su momento ello resultaba inimaginable. De hecho, el propio Mick supo anunciar ese recital sin cargo –una iniciativa suya– con la posterior frase: “Crearemos una sociedad microcósmica que le demuestre al resto de América que es posible comportarse bien en los grandes eventos”.

Lo cierto es que los Rolling Stones acariciaban el firme propósito de tener lugar a la historia. Y lo de Altamont –concebido como la réplica del festival de Woodstock, efectuado aquel mismo año– era un peldaño para esa finalidad. Y no se dejó detalle librado al azar.

Pues perfectamente, ya se sabe que los Hell’s Angels fueron una alcoba esencia de su planificación. Era la cofradía motoquera más reputada de los Estados Unidos, y su signo distintivo eran las Harley Davidson.

Ellos solían definirse como muchachos “libres de espíritu, ligados por la lealtad y la fraternidad”. Para el FBI era una “pandilla de facinerosos”. Y para hippies y rockeros, unos “salvajes con buena onda”. Desde aquella pintoresca condición se perfilaban –en algunas circunstancias masivas– como una suerte del cuerpo policial de la “new age”.

Fue la costado californiana Greteful Dead, nadie menos que pionera de la psicodelia musical, la que vislumbró comparable veta en los Hell’s Angels, sin dudar en contratarlos para la seguridad de sus recitales. Y los Rolling Stones además lo hicieron esa vez. La paga: 500 dólares por individuo y toda la cerveza que quisieran tomar.

Alan David Passaro, de 21 años y oriundo de Pennsylvania, fue uno de los contratados. Y eso le hizo advertir que tocaba el Gloria con las manos. Ya con sus cinco billetes verdes en un faltriquera de su campera de cuero, pensaba que aquella sería para él una trayecto inolvidable. No se equivocó.

El día del recital hubo un centenar de Hell’s Angels para resguardar el orden de medio millón de espectadores con múltiples ánimos y ensoñaciones por la ingesta de diversas pócimas espirituosas.

El software además incluía las siguientes atracciones: Santana, The Flying Burrito Brothers,  Jefferson Airplane, Crosby, Stills, Nash & Young y Greteful Dead. Pero esta costado –como ya se dijo, la empleadora habitual de los Hell’s Angels– se fue de allí sin tocar al enrarecerse el animación. Una paradoja.

Ocurre que los organizadores habían incurrido en varias desprolijidades: no había instalaciones sanitarias, la potencia del sonido no estaba a la mérito de las circunstancias y el decorado era muy pequeño. Cientos de personas rebasaban la valla perimetral trazada con las choperas de los Hell’s Angels.

Para colmo, muchos circulaban sin control por los camarines de los músicos, mientras las trifulcas se multiplicaban al igual que los heridos. Uno de ellos fue el cantante de Jefferson Airplane, Marty Balin, quien quedó inconsciente por un puñatazo en la cara propinado por un Hell’s Angel. Y el propio Jagger fue agredido por un espectador tras arribar en helicóptero al predio. Ya entonces había batallas campales entre la muchedumbre y los motoqueros, quienes blandían tacos de billar con la punta afilada. Entre los más aguerridos resaltaba el verde Passaro.

Al caer la confusión comenzó el show de los Rolling Stones. En aquel momento, los Hell’s Angels acordonaron otra vez el decorado con sus cuerpos y motocicletas.

Passaro estaba en esa hilera. Y tal vez no haya gastado la súbita irrupción de un muchacho afroamericano vestido de verde. Fuera de sí, intentaba subir al decorado para conmover hasta Jagger. Un palazo en la individuo lo frenó. El tipo fue retirado entre varios motoqueros.

Su nombre: Meredith Hunter; tenía 18 años y estudiaba en la Escuela de Artes, en Berkeley. Su novia, Patty Bredehoff, intentaba calmarlo. Pero no le resultó sencillo, ya que el pibe estaba atiborrado de anfetaminas.

El concierto de Altamont y la crimen de Meredith Hunter

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En ese instante, la costado interpretaba “Simpathy for The Devil” en un decorado ya invadido por el sabido. La muchedumbre apretujaba a Jagger. Era como si cantara en un furgón de subterráneo colmado de pasajeros.

En medio de ese clima, empezaron a sonar los acordes de “Under my Thumb”. Pero, de pronto, todas las miradas se desviaron en torno a la izquierda.

Entonces se vio otra arremetida de Hunter, esta vez empuñando un revolver. También se vio una sombra saltándole encima, antes de apuñalarlo dos veces en la espalda. Dicen que Hunter murió en el acto. Passaro fue su matador. Y ese día terminó en la gayola. 

Esa decorado breve y relampagueante en voz baja registrada en el documental del concierto, “Gimme Shelter”. Pocos en ese momento se dieron cuenta de lo sucedido. Y la costado no estaba entre ellos. Jagger seguía cantando.

El cenizas exquisito

Un mes más tarde, el gomón seguía avanzando entre la oscuridad y el frío. Los vikingos no eran sino Hell’s Angels ofuscados con Jagger por haberles soltado la mano tras el lamentable episodio.

Ellos ya estaban a dos millas del objetivo y ponían a punto sus armas. A tal impacto, redujeron la velocidad mientras se aproximaban a la costa. Entonces, se les morapio encima una enorme ola y la embarcación inflable dio una revés de campana.

Sus ocho tripulantes alcanzaron a nada la playa. Y esa venganza quedó definitivamente cancelada. Alan Passaro, tras dos años de gayola, fue absuelto por “defensa propia”. En 1985, su cenizas fue hallado en una error de Pennsylvania. Vestía un traje muy elegante. Y en un faltriquera llevaba un atado de 10 mil dólares.

La historia de ese frustrado atentado salió a la luz en mayo de 2008 por boca de un ex agente del FBI llamado Mark Young.
Recién entonces, Mick Jagger supo que en, aquella remota amanecer de 1970, la providencia le había rescatado el pellejo.


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