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El triple crimen de Maxi, Cristian y Adrián, en la voz de la madre de una de las víctimas

Silvia Irigaray la esquina de Floresta donde se recuerda a Maxi Cristian y Adrin Foto Eliana Obregn
Silvia Irigaray, la esquina de Floresta donde se recuerda a Maxi, Cristian y Adrián. Foto: Eliana Obregón).

«Mamá, hoy no vuelvo a casa porque creo que esta noche se me va a dar. Voy a salir con una chica del barrio y necesito que me prestes el auto».

-«Maxi, por favor, cuídate».

El diálogo cómplice entre madre e hijo terminó con un «te quiero» y un abrazo, que fue el último que Silvia Irigaray le dio a Maximiliano Tasca, uno de los tres jóvenes que fueron asesinados a balazos por un policía en lo que se denominó la «Masacre de Floresta» hace 20 años, días después del estallido social del 19 y 20 de diciembre de 2001.

«Desde aquel 29 de diciembre de 2001, no hubo ni un día que yo no haya nombrado a mi hijo. Ni un solo día. Y eso a mí me ayuda», cuenta con una media sonrisa Silvia en una entrevista con Télam que se realizó en la escena del «triple crimen», en lo que aún queda de la antigua estación de servicios que se ubica en la avenida Gaona y Bahía Blanca, en el barrio porteño de Floresta.

A Silvia, el lugar le provoca dolor en su pecho. «Durante 19 años vine todos los 28 de diciembre a la noche, cosa de no encontrarme con nadie. Cambiaba las fotos de los chicos, ponía adornitos, flores. Pero no podía caminar por esta vereda. Porque automáticamente yo veía la sangre», revela la mujer de 66 años, que sigue viviendo en el barrio, a pocos metros de donde asesinaron a su hijo.

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Desde hace unos meses, La estación de servicio donde sucedió la tragedia está tapiada; pronto allí se levantará un edificio. (Foto: Eliana Obregón)

Hace apenas unos meses, la estación de servicio cerró y fue tapiada con carteles publicitarios. Esa situación, animó a Silvia a volver a caminar por aquella vereda de la avenida Gaona: «Cuando me enteré que habían cerrado empecé a venir y pude pararme acá», explica mientras acomoda las rosas blancas que adornan la ermita que recuerda a su hijo Maxi y a los amigos Cristian Gómez y Adrián Matassa, víctimas de la masacre.

La noche del 29 de diciembre de 2001, Maximiliano, Cristian, Adrián y Enrique estaban sentados alrededor de una mesa de plástico, de patas rojas, mirando por televisión el cacerolazo en Plaza de Mayo que reclamaba contra el incipiente gobierno interino de Adolfo Rodríguez Saá. En la mesa de atrás, tomaba una gaseosa Juan de Dios Velaztiqui (62), un suboficial retirado que había sido reincorporado en la Policía Federal Argentina (PFA) y que hacía un mes se encargaba de custodiar todas las noches la estación de servicio.

De pronto, la transmisión comenzó a mostrar a un grupo de manifestantes golpeando a un policía: – «Está bien. Si es lo mismo que hicieron ustedes la semana pasada…»- dijo en voz alta Maxi.

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Maxi, Cristian y Adrián eran inseparables. Otro de los amigos, Enrique, escapó de milagro.. (Foto: Eliana Obregón).

Luego de escuchar el comentario, Velaztiqui sacó su arma reglamentaria y al grito de «¡Basta!» comenzó a dispararle a Maximiliano, Cristian y Adrián, mientras Enrique escapó corriendo. Tras el estruendo, el policía comenzó a arrastrar los cuerpos uno a uno hasta el playón, sacó un cuchillo Tramontina que tenía debajo de su chaleco antibalas y lo colocó en la mano de Cristian Gómez para tratar de encubrir el hecho.

«Silvia, bajá por favor, Maxi está muerto». Aquella noche, ella se despertó pasadas las 4 de la mañana ante el ruido incesante del portero eléctrico. La mujer, al atender, escuchó gritos y, con apuro y confusión, se vistió y bajó a la calle.

Al llegar a la esquina de Gaona y Bahía Blanca, Silvia observó que había un cordón policial de agentes de la PFA que portaban armas largas. Al mismo tiempo, un amigo de Maxi, incrédulo por la situación, repetía incansablemente «No puede ser, no puede ser», mientras se golpeaba la cabeza contra una pared de mármol de un edificio lindero a la estación de servicio.

Los tres chicos siempre en la memoria del barrio Foto Eliana Obregn
Los tres chicos, siempre en la memoria del barrio. (Foto: Eliana Obregón)

Temiendo lo peor, Silvia intentó sortear el cordón humano de policías, pero uno de los uniformados la empujó para atrás. En ese contexto, emergió el subcomisario Sixto, un hombre alto con diáfanos ojos celestes.

-«Déjenla pasar que es mamá de uno de los muertos»– dijo.

Los policías se abrieron y formaron un pasillo para permitirle el paso a la madre de Maximiliano, que tras ingresar al minimercado, vio una enorme cantidad de sangre derramada en el suelo y unas bolsas plásticas que decían «Policía Federal Argentina».

«Yo no levanté el plástico. No miré. Lo único que vi fue su mano. Lo reconocí porque tenía un vendaje que le había hecho yo antes. Y a unos metros estaba el asesino, adentro de un auto», recuerda Silvia que, al evocar al autor de los disparos, cambia su tono de voz drásticamente.

Durante la Dictadura al asesino lo bautizaron “El trotador”

El policía asesino de la Masacre de Floresta, Juan de Dios Velaztiqui, era denominado como “El trotador” ya que, en octubre de 1981, en plena dictadura militar, ordenó el arresto de 49 hinchas de Nueva Chicago por cantar la marcha peronista durante un partido de fútbol y los obligó a trotar varias cuadras hasta una comisaría del barrio de Mataderos.

El hecho ocurrió la tarde del 24 de octubre de 1981, cuando el equipo local le ganó 3 a 0 a Defensores de Belgrano, con un triplete de Mario Franceschini. Promediando el primer tiempo, en plena euforia por el triunfo, parte del público de Chicago comenzó a corear la marcha peronista.

Ese día, el jefe del operativo era Juan de Dios Velaztiqui, quien ordenó detener a los simpatizantes del “Torito” cuando salían de presenciar el partido de fútbol.

“Cuando termina el partido, íbamos saliendo de la cancha y nos encontramos contra una fila de policías que nos metieron contra la pared y nos dieron sablazos. Fue todo una locura”, reconstruyó uno de los hinchas presentes aquella tarde en el documental “Al trote”, dirigido y guionado por Gabriel Dodero.

Al salir, los hinchas fueron alineados en la vereda opuesta a la del estadio, sobre la avenida Francisco Bilbao, y luego llevados al trote por la policía montada hasta la Comisaría 42, en Avenida de los Corrales y Tellier, en donde quedaron detenidos.

Por el hecho, Velaztiqui, fue procesado por el delito de “vejaciones”, y finalmente fue absuelto en abril de 1985, por el juez en lo criminal de sentencia Ricardo Giúdice Bravo.

«El oficial» – Tema homenaje de No Te Va Gustar

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Velaztiqui fue condenado a prisión perpetua por «triple homicidio calificado por alevosía» en noviembre de 2003 y pasó 9 años en la cárcel de Marcos Paz, cuando le concedieron el beneficio de la prisión domiciliaria tras haber quedado ciego y sufrir múltiples problemas de salud.

«Yo pensaba, al menos estoy frente a un plato de comida: veo los colores de mi comida, puedo mirar la tele, a la gente. Él estaba en la oscuridad. Lo único que yo le pedía a Dios era que él, en esa oscuridad que tenía en su vista, no se olvide nunca el desastre que hizo», reflexiona Silvia.

Finalmente, en febrero de este año, el condenado Velaztiqui murió de cáncer en la casa de su hija, en Berazategui, cuando cumplía su noveno año de prisión domiciliaria.

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-Silvia, ¿qué sentiste cuando te enteraste de la muerte de Velaztiqui?

-El día que me enteré de su muerte no me puse contenta. Yo no quería que muera. Yo quería que viva muchos años con esos recuerdos en su cabeza (suspira). Sin embargo, ese día me di cuenta de algo que me alivió muchísimo: él no iba a matar a nadie más. Ese día mi duelo terminó. Duró más de 19 años.

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